miércoles, 4 de marzo de 2009

Detesto ser, para siempre, un ejemplo de las contradicciones más patéticas que pueden existir. Y sentada en esta silla, todavia siento un dejo del movimiento torpe que uno hace cuando el frenar del metro lo jala a una de la estatica estabilidad mientras me sujeto del pasamanos. Siento que voy y vengo, como en un tren fantasma, y nunca se detiene, sólo frena y sigue, frena y sigue. No hay estabilidad nunca, y cada día, cada vez que siento que puedo ser feliz, algo tiene que suceder, algo o alguien. Y de pronto no doy más, me deprimo. Caigo en un pozo hondo de melaza y rostros que me miran bajando las escaleras, con mis ojos hundidos o brillantes, segun amerite la ocación. Y me vuelvo dura, y seria. Y temo más que nunca una pena, un dolor. Tener la mala suerte de caerme al infinito de las placas de aluminio plantadas en el camino del transborde. Gritar que a veces ya no puedo soportar éstas ganas de mutilar que me corroen, éstas horribles ansias de tomar un cuchillo y transgredir un cuerpo blando, desquitarme, eternamente, de las provocaciones. Mi mente fuera de sí; que él me tome del brazo y me acapare, y me haga sentirme timida y que viole mi coraza y encima yo lo deje entrar de a poquito. No es mi culpa, de pronto, éste día se nubla y se vuelven insoportables las ganas de arrancarme las ropas y entregarme a la pasión del primero que me ofrezca por un lapso, olvidar que los problemas existen, y evitar, para el modo futuro, las ganas de matar. Dejarme llevar por un sentimiento de momento, sentir para comprobar que cada vez que el corazón se me acelera, me duele también.

Acepto mi condición, mi persona. Pero reniego todo aquello que es ajeno, como mis manos para él. Como él para mí. Como todo.

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